He estado echándole un vistazo a los artículos sobre regalos de San Valentín que he escrito últimamente y me he dado cuenta de una cosa: las tres cosas que más me gustan son las que me han convertido en un cínico: el vino, las mujeres y la vida han hecho de mí lo que no quería ser. Bueno: mi cuñado también me ha echado una manita.
Creo, de hecho, que mi “sanvalentinofobia” data de uno de los primeros catorces de febrero que ese mastuerzo compartió –es un decir- con mi hermana. Le regaló un anillo que no se podía permitir. Hasta ahora, todo bien. Pero lo que me hizo desearle el infierno de los idiotas fueron sus palabras.
-Verás qué guapa vas a ir y cómo te va a envidiar todo el mundo –dijo el muy lameluzo, una frase lapidaria que luego redondearía con un- a ver qué novio te ha comprado nunca un anillo así de caro.
Hay matices
A ver, pestruzo: ¿le comprabas el anillo para decirle que la querías o para que todos vieras cuánto la querías? Hay matices, aunque tu cerebro, prueba de que no todos los seres humanos han evolucionado más allá de obtener un pulgar oponible, puede no apreciarlos.
No soporto a los que tienen pareja para lucirla, para decir “mi novia es la más guapa y además le compro los regalos más caros porque he triunfado en la vida y porque yo lo valgo y no me apetece gastarme el dinero en champú”.
Capullos por florecer
Creo que acabo de retratar a mi cuñado en el párrafo anterior. Es de esos capullos por florecer que el día de San Valentín por la mañana le mandan rosas a su respectiva; por la tarde se tiran a ver el partido en el sofá con una cerveza y un bol de panchitos que su mujer, devota, rellena cada cuarto de hora y por la noche la llevan a restaurante (una vez al año no hace daño) que no pueden permitirse y le regalan una joya que van a tener que pagar a plazos. Entre la bipolaridad y la cretinez, vamos.
Me estoy apercibiendo de que, del triunvirato que me ha vuelto un cínico se van a caer las mujeres y voy a incorporar la manera de querer de algunos, que aman y cuidan a su pareja según sea San Valentín o San Güich de la Buena Mesa. El amor es cosa de 365 días al año, 366 si es bisiesto.
Sólo debe dejar de adorarse a la pareja los 32 de febrero, de modo que San Valentín no sea sino un hito, sino un día como otro cualquiera en el que la pareja celebre un recordatorio de su amor, pero no que por ser ese día se quiera más.