Soy Cupido… Y te odio

Hola. Soy Cupido. Y te odio. Ya te voy avisando un mes antes del catorce de febrero, para que lo vayas sabiendo. Que sí, que sí, que me ves muy sonriente con mis alitas y mi arco con flechas de punta de corazón… Pero odio mi trabajo y te detesto a ti.

¿Cómo te sentirías tú si fueras un amante del duce, pastelero, y no pudieras llevarte a la boca nada que contenga azúcar? Ahora entiendo la cara de amargados de algunos banqueros: todo el día contando billetes y no pueden quedarse con ninguno.

Pues eso me pasa a mí: todo el día flechita pa’rriba flechita pa’bajo, haciendo que Maripepi se enamore e Pepeluí… Y un servidor, a dos velas. Porque, por si no lo sabías, es muy difícil atravesarse a uno mismo disparándose una flecha con un arco.

Tengo frío hasta en la cuerda del arco

Además, ¿quién ha sido el imbécil que me ha vestido así? En pleno mes de febrero, y yo en pañales por la calle: tengo los pezoncillos que podría rayar un cristal blindado. Y tú, mientras tanto, hablándole a tu novia (borracho tenía que estar cuando te uní a un bombón como ella. De nada) del calor que te produce su presencia.

Al menos, y ya que me paso la noche de San Valentín (ése es otro del que tendríamos que hablar) más helado que el pomo de una puerta, podías hacer como cuando llegan los Reyes Magos y dejarme algo para entrar en calor, aunque sólo sea un carajillo de coñac del malo. A mí me da igual, siempre y cuando se me descongele el intestino delgado.

Quiero un pinchito de caso

Pero no… Te olvidas del angelote y te vas Fango, a Jachieme o a Heriberta’s Secret a comprarle un conjuntito para que lo luzca la noche en la que, oficialmente, todas las parejas se quieren un montón.

O te acercas por la joyería, a comprarle un anillo de latón, una cadena de cuero o un broche de plástico (el presupuesto da para lo que da), para decirle que vuestro amor será tan eterno como el diamante al que pretende imitar ese cristalito y que, en cuanto mejoren las cosas, le vas a comprar uno de verdad.

Pero lo que más me fastidia es veros a los dos, acaramelados, saboreando con cara de tontos una cena que te va a dejar endeudado hasta que vuestros hijos cumplan los sesenta, al calor de las velitas… Os veo dándoos el uno al otro cucharaditas del postre… Y, mientras, al angelito, que le vayan dando. Y sin cucharita.