He de confesar que arrastro un trauma infantil. No sabes cuánto habría dado por que mis padres, cuando aún eran los Reyes Magos, me hubieran regalado un juego de magia Borrás. Y no sabes cuánto agradecí que no lo hicieran en cuanto vi lo que era al haber recibido un amigo tal agasajo por parte de sus reyes-abuelos.
Cuando el chico, cuya identidad vamos a preservar, pues me consta que el incidente le supuso un conflicto que en la edad adulta se ha convertido en alcoholismo, bajó de su casa con esa caja descomunal, casi me pongo verde de envidia. Pero verde fosforito.
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Cuando hizo el primer truco, me quedé pálido. No podía ser. Yo que pensaba que aquel juego te iba a convertir en un Houdini moderno o un Juan Tamarit… también moderno y resulta que te transformaba en el tonto del pueblo, haciendo trucos tan absurdos y evidentes que hasta tu primo de dos años, ese que era un poco bobo y luego llegó a ministro, te habría cazado.
La cruda realidad
El caso es que no podía creerme que el juguete de mis sueños fuera tamaña tontería, de modo que le pedí a mi amigo que me lo prestara unos minutos, pensando que había hecho algo mal, aunque sospechando que no.
En cuanto le eché un vistazo a las instrucciones, decidí que no valía la pena siquiera intentarlo: no iba a leerme una especie de Biblia, versión extendida, director’s cut para hacer unos trucos que, evidentemente eran la cosa más tonta y artificial que podía presentarse.
La paz química
Mitad por consolar a mi amigo, mitad porque no teníamos demasiado que hacer, decidí invitarlo a mi casa, a jugar un rato con el Quimicefa. Un juego que a día de hoy estaría con toda seguridad prohibido por la enorme cantidad de productos químicos que había en él para combinar.
Nos divertíamos, inconscientes, con los tubos de ensayo, vaso (¿o eran varios?) de precipitados, el mechero de alcohol con la rejilla para apoyar y calentar los recipientes, las barras de grafito…
Jugar, aprender… crecer
… Y compuestos o elementos de nombres tan apetitosos como ácido tartárico, hidróxido sódico, sulfato de cobre, permanganato potásico (aún salivo de recordarlo) y, cómo no, el inolvidable papel tornasol, cuya presencia justificaba el precio de la caja entera.
Electrolisis, efervescencia, liberación de energía… Uno se sentía listo. Y, ahora que lo pienso, en ambos casos, hacíamos magia: el juguete de amigo, aunque pobres, generaba ilusiones; el mío era como la antigua alquimia.