Parece mentira lo que ha cambiado la forma de comunicarnos en tan solo los últimos 20 años. Sobre todo cuando hablamos de la telefonía: los contestadores, los buscas, los bíper (una tirada de buscar que se lanzaron para el público juvenil), hasta llegar a los móviles que eran casi ladrillos entonces, que fueron menguando y menguando hasta finalmente crecer y crecer con los iPhone o Tablet.
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Érase una vez
Los cuentos suelen empezar por “Érase una vez” y, aunque esto no pretenda ser un cuento, no veo por qué no ha de comenzar así, teniendo en cuenta que habla de magia, de ilusiones y que, por momentos, se camufla de relato infantil. De modo que…
Érase una vez un adulto, joven aunque cada vez menos, que les pidió un regalo a los Reyes Magos. Como había crecido en edad, pero también en cansancio y cinismo, no se molestó en pedirles la paz mundial, el fin del hambre en el mundo ni esas tonterías que, si el planeta estuviese ocupado por más personas y menos gente, serían posibles.
Como el hombre frisaba ya los cuarenta, lo que solicitó de los Magos fue una máquina de tiempo. Quería ver, como en Cuento de Navidad, las Navidades pasadas. Recordar cuando eran tantos y tantos en la familia. Cuando estaban todos los que para él eran y no le dolía la ausencia de nadie ni le molestaba la presencia de otros que no quería que estuvieran.
Una máquina del tiempo camuflada
Los Magos pensaban traerle carbón ese año, en parte para aliviar la crisis de la minería asturiana y en parte porque sabían que esa carta la había escrito desde el sarcasmo de un alma seca, yerma. Pero Sus Majestades cayeron en la cuenta de que si, efectivamente, visitaba otros tiempos y se veía a sí mismo con los ojos brillantes, tal vez no estuviera todo perdido.
Melchor, Gaspar y Baltasar decidieron que no le regalarían la máquina, por otra parte prohibida para el común de los mortales, pero sí un viaje en el tiempo. Lo hicieron (¡qué curioso!) gracias a un billete de tren, el cinco de Enero, a la casa de sus padres, donde la -ya mayor- madre de este hombre le pidió que le ayudase a bajar algo al sótano.
Billete a las Navidades olvidadas
Una vez allí, a la insegura luz de una bombilla que ya había luchado demasiado contra las tinieblas subterráneas, un brillo metálico llamó su atención. Era el manillar de su primera bicicleta, un modelo de paseo, verde, cuyo sillín apenas le alcanzaba a la altura de la pantorrilla. Recordó sus cinco años.
Y, cuando movió la bici, al caer las cajas de cartón que se apoyaban precariamente en ella, allí estaban todos aquellos juguetes que lo emocionaron año tras año y que el trabajo las –estúpidas- preocupaciones y qué sé yo qué habían enterrado en un injusto olvido: el coche eléctrico con cable de sus seis años; el tren a escala de los ocho; el (bendito) Scalextric de los nueve…
Una vida
Sonreía y lloraba a la vez, aunque se empeñaba en ocultar lo segundo a los ojos de su madre, sin recordar que para ella era transparente. Recogió, despacio, sus juguetes, sus recuerdos, los que compartió con todo el mundo y los que eran sólo suyos. Ordenó sus Navidades, su vida. Dejaron lo que quiera que su madre le había pedido que la ayudara a bajar. Apagaron la luz.
En el viaje de vuelta a casa, en el tren, con una pelotita saltarina entre los dedos que se había metido –no estaba seguro de cuándo- al bolsillo, iba recordando su infancia y, a la vez, pensando en qué iba a pedirle a los Reyes Magos para el año siguiente. Dudaba. Entre la paz mundial o el fin del hambre en el mundo. Todo volvía a ser posible.