– Es lo que tiene el ser humano: que nunca tiene claro lo que quiere.
– Pero, -dijo Eleanor- ¿cómo puede ser que le gusten las dos cosas a la vez?
– Por cien años que viva –repuso Lawrence-, no lo voy a entender.
– Bueno, ya has vivido cincuenta, y no te haces media idea –se burló ella.
Aunque la broma había perdido toda su gracia, por haberse vuelto habitual, él sonrió. Se agradecía cualquier motivo de relax. Las últimas semanas, habían sido tensas. Desde que Henry se había ido a vivir con su pareja (a ambos se les hacía raro llamarla esposa, pues una boda por lo civil no acababa de hacer que estuvieran casados del todo a sus ojos), y habían decidido regalarle algo especial por su cumpleaños, no eran capaces de ponerse de acuerdo en qué comprarle.
El padre tenía la idea de que el chico, de casi treinta años, pero chico, era un enamorado de la más puntera tecnología, visto que su habitación se encontraba absolutamente repleta ordenadores, tablets, iPad, iPod y algunos aparatos de los que sólo era capaz de decir que tenían una pantalla y se conectaban a Internet.
Su madre, en cambio, a pesar de saber de la afición de su hijo por la electrónica, las telecomunicaciones y cualquier aparato de última generación que pudiera permitirse, también había observado cómo el joven ampliaba la cada vez más importante colección de objetos de mediados del siglo pasado que atesoraba, ordenados en una estantería del sótano.
A lo largo de las semanas transcurridas desde que el hijo volara del nido, los padres, con la casa inusualmente tranquila, habían estado cavilando qué le podía gustar, ya que no necesitaba nada en concreto para un hogar perfectamente equipado con los regalos de boda.
Él, empeñado en no ver otra cosa que la faceta tecnológica de Henry; ella, inspirada por la colección de cafeteras, planchas, juguetes y algunas fruslerías más originarias los años 60… Habían llegado a pensar –y a descartar- hacerle dos regalos diferentes. Una fiesta un regalo. Era una costumbre que, en esa casa, no había cambiado nunca.
Mientras hurgaban en Internet, como cada día a esas horas, él sentado; ella de pie, mirando a la pantalla sin demasiado interés, ella hizo un gesto poco habitual, y más efectivo aun debido a la sorpresa que causó en su marido. Le asió con fuerza el hombro para avisarlo de que no abandonara la página que estaban viendo.
– Mira.
– ¿Qué tengo que mirar? Es una radio antigua.
– Lawrence –puso los ojos en blanco-: lee lo que pone.
– Radio Grundig modelo RF 160 del año 66 con un impresionante estilo ‘Madmen’…-masculló, mientras dejaba correr los ojos en diagonal por el texto- dos altavoces, aunque es mono… entrada auxiliar… conectar iPod o teléfono… onda corta y FM…
Al tiempo que leía, a Lawrence se le iba dibujando una sonrisa en los labios y en los ojos.
-Parece, querida, que no voy a necesitar otros cincuenta años para entenderlo del todo -dijo, mientras miraba entre nostálgico y orgulloso la foto de Henry.