No siempre fue así. Hace apenas cuatro años veía el mundo a través unos ojos brillantes, llenos de ilusión, con una especie de sonrisa permanentemente dibujada en unos rasgos bellos y con la travesura bailando siempre tras una mirada pícara, de esas que mueve a la risa a cuantos se cruzaban con ella.
Las cosas empezaron a torcerse en las Navidades de 2008. Lo separaron de su familia, aunque era todavía demasiado joven como para que eso supusiera trauma alguno. Más aún cuando lo esperaban con tanto cariño allí a donde lo llevaron.
La primera época en su nuevo hogar sólo puede calificarse de maravillosamente feliz: su recién hallada familia se anticipaba a unos deseos que ni siquiera sabía que pudiera sentir, todo eran atenciones y palabras dulces. Incluso ante las travesuras las reprimendas eran amables.
Crecer es sufrir
Pero, como dicta la Naturaleza, en una ley que como todas las que manda la sabia, amable y a veces cruel madre, fue creciendo. Poco a poco, la familia fue dejando de discutir amablemente por acompañarlo en sus paseos para reñir amargamente porque nadie quería ir con él.
Él sólo podía callar, sentir y agradecer en la medida en la que era capaz alguna que otra atención que cada vez debía mendigar con mayor insistencia. Sólo quería compartir tiempo y juegos con quienes, a pesar de todo, quería con la más absoluta de las fidelidades. Quería que lo amasen una milésima parte de lo que él amaba.
Un engaño cruel
Y llegó el verano de 2009. Ese aciago día en el que subió, confiado como siempre, al coche familiar. Por las maletas que abarrotaban el vehículo supo que se iban de vacaciones. Estaba feliz, pues a su fuerza juvenil se añadía su gusto por los descubrimientos, por explorar nuevos lugares.
En mitad de ninguna parte, se detuvo el coche. Obedeció, como hacía con cualquier orden al seco “bájate”. Lloró. Lloró los ríos… los mares de su inmensa alma cuando vio que se cerraba la puerta del coche y lo abandonaban en mitad de un bosque y se dio cuenta de que no iba a saber volver a la que, maldita sea, era su casa.
Una vida corta y dura
Vagó hasta llegar a una ciudad, donde ha malvivido hasta ahora, apedreado por los niños, rehuido por las personas, los seres humanos en los que un día había confiado ciegamente, con lo que era la fe más estúpida que nadie puede demostrar.
Hace unas semanas, lo capturaron como a ser sin alma ni sentimientos, de la forma más brutal posible, y lo encerraron en una jaula con apenas algo para comer y un poco de agua. Allí oye y ve cómo los que son como él lloran y se lamentan…
Hoy lo van a matar.
La próxima vez que el nene pida un perrito en la carta a los Reyes Magos, recuérdalo.